LOS INOBJETABLES DE SIEMPRE
Nunca en la vida me he quedado con los brazos cruzados, esperando la tempestad, aguardando por algún tipo de cambio, por el contrario, cada palabra escrita, cada palabra cantada, cada movimiento de mi cuerpo y de mis gestos, dan una clara evidencia que dentro de este océano infinito de deficiencias e imperfecciones, humanas por lo demás, nunca estuvo cobijada siquiera la idea de esconderme o de evadir la realidad, es más, pienso que el trabajo constante, la idea de ir perfeccionando con lentitud a veces lo que uno entiende por amor, por vida, o simplemente, por lo que sabes es lo que viniste hacer a este mundo, ha sido una de las fuerzas que en distintas oportunidades de mi estadía en la enfermedad, no me ha permitido dejarme desencantar de la vida y continuar.
Sin embargo, no estamos solos en este mundo, no andamos por calles inhabitadas, desiertas, desoladas, caminamos casi al lado de una marea interminable de vidas que concurren hasta nuestros sentidos, allí nos afectan, influencian de uno u otro modo nuestro quehacer, nuestras forma de pensar a veces, es la forma que elegimos de pronto los que escribimos, los que nutrimos nuestro arte con esa clase de imágenes para surtirnos, precisamente a veces con ese sorprendente género de Iconos observándonos, prestando atención a cada detalle, a cada inconmensurable fragmento de nuestro ir y venir.
Allí caminan también, entremezclados, mimetizados en la floresta de ojos y pequeños rostros dispersos, los inobjetables, los que alzan la voz para cuestionarte, para que te detengas en sus apreciaciones, que no son más que pequeñeces comparadas a los grandes desastres que han dejado los oportunistas de siempre. Te conjuran, te maldicen, te hieren, te dejan sin techo, te expulsan, te advierten que el futuro será negro para ti sino estás de su lado, que el sol, descubierto en el celeste resplandor de un cielo inmenso que se expande, lozano, celeste, no siempre brillará, que te quedarás ausente, de sus críticas, de sus incoherencias, de sus preciadas posesiones, ellos forman, dentro de nuestra sesgada y deteriorada realidad, una enorme y poderosa casta de envidiosos, de apasionados desertores de la verdad, declarándose muchas veces ellos mismos, como manantiales de lo eterno, ejemplos de estructuras sociales que nadie entiende, que nadie sabe cómo llevar a la realidad.
Esta clase de seres, incluidos en este enjambre infinito de almas dispersas y anquilosadas, una al lado de la otra, jamás reconocen que se equivocan, que también tienen sus propios e imperecederos defectos, pero que por su casi nula capacidad para reconocerse hombres, mujeres, como los demás, como esa gran multitud de personas con alma que formamos los que vivimos del menosprecio de estas pestes urbanas, son capaces eso sí, de detener tu andar, tu verdadero y genuino proceso de vida, el que genera una auto atención, a tus deberes, a esas responsabilidades que nos hacen comunes, sino iguales a los demás.
Sin embargo, no estamos solos en este mundo, no andamos por calles inhabitadas, desiertas, desoladas, caminamos casi al lado de una marea interminable de vidas que concurren hasta nuestros sentidos, allí nos afectan, influencian de uno u otro modo nuestro quehacer, nuestras forma de pensar a veces, es la forma que elegimos de pronto los que escribimos, los que nutrimos nuestro arte con esa clase de imágenes para surtirnos, precisamente a veces con ese sorprendente género de Iconos observándonos, prestando atención a cada detalle, a cada inconmensurable fragmento de nuestro ir y venir.
Allí caminan también, entremezclados, mimetizados en la floresta de ojos y pequeños rostros dispersos, los inobjetables, los que alzan la voz para cuestionarte, para que te detengas en sus apreciaciones, que no son más que pequeñeces comparadas a los grandes desastres que han dejado los oportunistas de siempre. Te conjuran, te maldicen, te hieren, te dejan sin techo, te expulsan, te advierten que el futuro será negro para ti sino estás de su lado, que el sol, descubierto en el celeste resplandor de un cielo inmenso que se expande, lozano, celeste, no siempre brillará, que te quedarás ausente, de sus críticas, de sus incoherencias, de sus preciadas posesiones, ellos forman, dentro de nuestra sesgada y deteriorada realidad, una enorme y poderosa casta de envidiosos, de apasionados desertores de la verdad, declarándose muchas veces ellos mismos, como manantiales de lo eterno, ejemplos de estructuras sociales que nadie entiende, que nadie sabe cómo llevar a la realidad.
Esta clase de seres, incluidos en este enjambre infinito de almas dispersas y anquilosadas, una al lado de la otra, jamás reconocen que se equivocan, que también tienen sus propios e imperecederos defectos, pero que por su casi nula capacidad para reconocerse hombres, mujeres, como los demás, como esa gran multitud de personas con alma que formamos los que vivimos del menosprecio de estas pestes urbanas, son capaces eso sí, de detener tu andar, tu verdadero y genuino proceso de vida, el que genera una auto atención, a tus deberes, a esas responsabilidades que nos hacen comunes, sino iguales a los demás.
... Y como los inobjetables no dan lugar a las palabras ni a los consensos, porque se creen inequívocos, incuestionables, debemos entender que debemos continuar viviendo con ellos, de tal manera que no podemos excluirlos de esta realidad, debemos ser capaces de perdonar, porque a eso nos llamó El Señor, a perdonarnos, de manera que la única y posible solución a esta gran realidad que debemos enfrentar a diario, es sabiéndonos imperfectos, conociendo aún más nuestras propias deficiencias, de manera que cuando ellos corran a ti para intentar violentarte con sus críticas, seamos lo suficiente humildes para comprender con qué clase de personas estamos tratando, a sentir piedad por ellos, a no ponernos en la misma plataforma en la que ellos se encuentran para discurrir allí con nuestras opiniones lo que más nos molesta, recuerda, nunca te darán la razón, te expulsarán, te dejarán sin piso, sentirás que el mundo no tiene fondo, que el mar, aunque sea un montón de agua albergada frente a ti, aún tomado de un trozo de madera podrida o ajada por el tiempo, te permitirá flotar y dar gracias a Dios, por haberle conocido, por haberte permitido crecer, y no sucumbir ante el menosprecio con faltas peores, sino, dignificando con tu silencio el andar que hay en tu propio cuerpo del Señor, y de toda esa bendita experiencia que va dejando la vida con sus más inexplicables e inauditos momentos.
florencio navarro
cantautor cristiano
florencio navarro
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