Wednesday, November 01, 2006

La naturaleza no miente, Dios la hizo así.



















Cuando no tenemos ningún tipo de escapatoria a la realidad que nos impone el sistema de vida, y cuando agregamos a ello las enormes demandas que nos hace Dios, es decir, no las que se relacionan con parecer o querer ser sino las que tienen que ver con el ser, nos vemos enfrentados a nuestras grandes y casi perpétuas limitaciones, es que estamos llenos de ellas, es cierto, estamos en un camino de perfección sin embargo la forma de vida que estamos viviendo, no nos deja ausentes de nada de lo que acontece en el mundo, ningún elemento queda excluído a la hora de ser honestos con Dios y con nosotros mismos, aún así, los hipócritas de siempre, disfrazados de piel de oveja pero que por dentro son lobos rapaces, no escatiman en esfuerzos para condecender con ese espíritu religioso tan propio de los engominados y lustrosos predicadores que, disfrazados de cuello y corbata, parecieran estarnos diciendo que esa es la mejor forma de entender y de vivir a Dios en nuestras vidas.

Sin embargo, acerca de la miseria mucho se ha escrito, los miserables están por todas partes, somos expertos en cubrir las propias con ropa elegante, con peinados refinados, con actitudes en las que claramente damos a conocer que nosotros no somos partícipes de esos pecados por lo cuales hemos mandado al mundo entero al infierno no sé cuantas veces, nos ponemos del lado de los que apedréan, porque es más fácil, porque en esta circunstancia pesan menos o pasan inadvertidos nuestros miserables sentimientos que nos hunden en cuestiones diarias que en la noche, cuando ya la oscuridad se hace enorme, vienen hacia nosotros, como fantasmas, como sombras en la oscuridad, ahuyentando el sueño en el que pretendíamos olvidar aquellas pequeñeces casi imperceptibles a nuestro yo parapetado en el orgullo.






Las ambiciones de poder, las ambiciones de poseer son buenos aliados para no dormir y estresar nuestro corazón al límite de provocarnos, en el peor de los casos, un infarto, una ecatombe coronaria que podría llevarnos a la mismísima presencia de Dios sin estar verdaderamente preparados. Tal vez nuestras miserias, pensemos, no son tan grandes, pero es que la conciencia humana tan debilitada por efecto del pecado, si, del pecado diario, del pecado de mañana, del pecado del futuro, ya casi no tiene esos antiguos arrebatos de sinceridad en el cual el alma y el espíritu del hombre, como una sola realidad, se atrevían a pedir perdón, a evocar esos días de la niñez cuando el sol de la mañana nos hacía soñar, y poco a poco nuestra inocencia, como esas hojas que van cayendo lentamente de los árboles, se iba retirando y aparecían en su lugar, esos tétricos y oscuros sentimientos que nos hacen pensar con justicia, que cuando Dios hizo la tierra, el universo y las estrellas, el mar siempre estuvo en su mente, el mar con su oleaje, el mar con su espuma, el mar y los roqueríos, el mar, que en su profunda y oscura geología, ahoga y se lleva todo lo que pudre y va quebrando nuestras vidas, incluso nuestras lágrimas.
La luna amigos, en cambio, seguirá brillando y alumbrando nuestras nocturnas caminatas por mucho tiempo más todavía, las aves seguirán rondando las corrientes nocturnas que no percibimos, el aire se tornará frío e impreciso y mi piel se secará, mis ojos se abrán cerrado y por fín, mi trabajo estará cumplido. Mi transito no será recordado, lo tengo muy claro, pero al abandonar esta enorme desdicha, de seguro Dios tomará cada una de mis tantas y enormes miserias, y con ellas me sanará y me llevará, y por fín seré libre, libre de todas y cada una de las tantas desdichas que provoca el ver, tanta miseria espiritual, tanta miseria material, tanta de todas y de todos, miseria al fín y al cabo, miseria para tanto miserable que pisa este bello pero intrincado planeta.